domingo, 27 de noviembre de 2011

MATACIEGOS ( I )

Mataciegos

Las obras han sido siempre el mayor enemigo que los ciegos tienen en la calle. A pesar de todo a ninguno con dos dedos de frente se le ocurriría ponerse en contra de ellas. Las obras, tanto las públicas como las privadas, son necesarias unas veces, y otras, inevitables.
De las que sí están en contra es de esas sospechosas obras municipales que no acaban nunca, que nada más terminar vuelven a empezar, que se ejecutan todas a la vez, en las mismas calles, a las mismas horas, sin habilitar accesos alternativos, con cuatro obreros de los que tres y medio miran y el otro medio trabaja sin prisa, y, en no pocas ocasiones, sin tener en cuenta las medidas de seguridad que con tanta demagogia exigen a los particulares. Pero ni éstas que hasta en tiempos de vacas flacas surgen como setas ante los primeros rayos del sol han conseguido meter en casa a los ciegos de este país renunciando al placer, a la necesidad y al derecho de callejear solos como el resto de los ciudadanos.
Es verdad que el que más y el que menos ha tenido que pagar este derecho con un gran susto, con un golpe soberano, con muchos y muchos berrinches, pero una vez a salvo el cabreo se vuelve carcajada y a la calle que es de todos.
Basilio era un gran violonchelista y acabaría formando parte del Sexteto de la ONCE, pero como la mayoría de los jóvenes afiliados, antes de alcanzar este privilegio, fue vendedor. Si algo no le impidió jamás su ceguera total fue el andar por las calles de Madrid mejor que por las calles de su pueblo. Pocas personas en su lugar se movían por Madrid con la soltura que se movía él. Por aquellos días se hospedaba en San Marcos, un hostal ubicado en la calle del mismo nombre, donde se hospedaban la mayoría de los ciegos que iban de paso a la capital de España por estar próximo a la Delegación de la ONCE.
 Aquel día cogió sus cupones y salió del hostal a la hora de todos los días con destino al Paseo de Recoletos donde tenía que hacerse árbol hasta las tantas de la tarde frente al Café Gijón. Era verano y aunque fuera para ir a trabajar daba gloria andar por la calle. Empezó el trayecto como Dios manda: no levantando un pie hasta que no asentara el otro, siguiendo el ¡tac, tac! de sus zapatos al ¡pom, pom! de su bastón, pero nada más dejar San Marcos y entrar en la calle Barbieri aceleró el paso y el ¡tac, tac! de sus zapatos se adelantó al ¡pom, pom! de su bastón. Por Barbieri llegó a Augusto Figueroa sin sufrir percance alguno y al terminar Augusto Figueroa cruzó Barquillo. Se detuvo a desayunar en Riofrío, una cafetería ubicada en la calle Prim esquina con Barquillo. Al salir cruzó Prim con precaución: era paso obligado de muchos ciegos… De nuevo en Barquillo cogió la acera de la derecha y volvió a embalarse.
Caminaba a tal velocidad, con tal soltura que sólo se oía el ¡tac, tac! de sus zapatos; el bastón se quedó sin tiempo para alcanzar el suelo y repetir su ¡pom, pom! Salvó una farola a la izquierda sin rozarla siquiera, rodeó dos papeleras a la derecha con toda naturalidad, esquivó a cuantas personas venían de frente como si las viera, pero a punto de alcanzar la esquina con Almirante, ¡pumba!, se chocó con la cabeza de alguien que medio agachado en el centro de la acera se sacudía el pantalón con las manos. “¡Qué barbaridad! ¿Pero dónde demonios tendrán los ojos? –pensó Basilio mientras abría la boca para preguntárselo en singular, con la mala intención de sacarle los colores, de ponerlo en ridículo - Nada me extraña que les dure la vista toda la vida. Los usan tan poco que ni viviendo cien años se les acaba”. 

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