lunes, 28 de noviembre de 2011

MATACIEGOS ( II y final )

Pero el hombre se replegó sobre la pared asustado, le pidió perdón en un susurro, y Basilio cerró la boca sin decir ni pío y siguió adelante. Dobló pues la esquina y entró en la calle Almirante. A pocos metros dos hombres hablaban de alguien que acababa de nacer, de algo que les había dejado sin sangre, que era un peligro para cualquiera, pero a aquellas frases cogidas al vuelo le encontraría sentido después, de momento dio unos pasos más, bajó el bordillo para cambiar de acera y zuuummmuuummmuuummmuuummmuuumummm!…  ¡bumm!, salió rodando por un terraplén y aterrizó sin bastón, sin gafas, sin cupones, boca abajo y abrazado a algo que le trajo a la memoria el recuerdo de una tubería. Se incorporó de un respingo, pero sin atreverse a poner en pie.
¿Dónde demonios se había metido? Una obra no podía ser. El día anterior había pasado por allí a última hora y todo estaba perfectamente. Por la noche al terminar el sorteo en la delegación nadie había dicho nada. Por aquellos días, cuando se iniciaban obras en cualquier zona de Madrid, los encargados de las obras a veces, a veces el ayuntamiento, tenían la encomiable costumbre de comunicárselo al delegado de la ONCE. Éste daba instrucciones para que al terminar el sorteo el empleado de turno cogiera el micrófono y lo dijera, para que al día siguiente lo tuvieran en cuenta los vendedores de la zona.
Claro que aquello no era una ley de obligado cumplimiento, era un detalle, mejor dicho, un detallazo que cualquiera podía dejar de tener, pero era raro tratándose, como se trataba, de una calle a espaldas de la delegación precisamente. Una serenata de pasos acelerados le volvió en sí antes de llegar a una conclusión.
“¡Tranquilo, tranquilo! –gritaba un hombre- No se mueva, que ya vamos”.
“¡Tranquilo, tranquilo! –gritaba otro- No SE MUEVA, QUE YA VAMOS”.
Basilio era incapaz de entender nada. ¿Dónde demonios se había caído? ¿Qué peligros tenía alrededor? ¿Por qué tanto empeño en que no se moviera? Llegaron los dos hombres.
“¡Tranquilo, tranquilo! –gritaban- No se mueva”.
Cogiéndolo uno por cada brazo lo pusieron en pie.
“¿Se ha hecho daño? ¿Le duele algo? ¡No se mueva, por favor, no se mueva!”
La crisma no parecía que se le hubiera roto, los brazos, tampoco, pero las “patas” no lo sabía, los hombres lo cogieron en volandas con tal fuerza que no le dejaron dar un paso para comprobar si podía andar o no. Empezaron a subir y por las dificultades que los hombres tenían para respirar Basilio dedujo que se trataba del mismo terraplén que él había bajado con tanta facilidad.
“¿Qué coños es esto?”, preguntó molesto, enfadado, con ganas de liarse a patadas aunque no sabía con quién. Pero en lugar de los hombres le respondió alguien que se asomó al terraplén y dijo en un gruñido: “No, si esto no es una obra que urge, como dicen, esto es un mataciegos, y hasta que no palme alguno, no se quedan a gusto”.
Basilio reconoció la voz de aquel hijo de puta con el que acababa de chocarse, y encomendándose al mismísimo diablo, vomitó el veneno que se le había quedado en el estómago.
“¡Cabrón! ¿Es que no has podido avisarme? Antes te perdoné porque traía dormidas las malas pulgas, pero por mis muertos que ahora te mato vivo. ¡Vaya si te mato! ”
Entonces el hombre que lo llevaba cogido por el brazo izquierdo se lo apretó, bajó la voz, y como en secreto, le dijo: “Cállese, por favor, no le diga nada, es otro ciego que acabamos de sacar ahora mismo y está que bufa”. Y Basilio volvió a perdonarle pues si de algo estaba seguro era de que a un ciego nadie podía exigirle ver.
La gratitud es la memoria del corazón.

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