martes, 8 de enero de 2013

¡Oh, dulce Navidad!

Tumbado en la cama acaricio nuevamente las páginas del libro mientras los recuerdos luchan por ocupar un lugar privilegiado en mi memoria. Entre ellos uno destaca como la luz de un faro. Siempre era lo mismo, aún después del fallecimiento de abuelos y padres. Cada año, al terminarse las vacaciones estivales, los hermanos con los suyos, volvían a sus lugares de trabajo. Somos tres familias que siempre nos  reunimos dos veces al año: verano y Navidad.

Tres familias sólidamente unidas por lazos sanguíneos pero sobre todo por amor fraterno que vivimos en lugares tan dispares como lejanos entre sí. Yo fui el único que me quedé en el pueblo natal, un pueblecito de la provincia de Cuenca también cuna de la familia de mi esposa. Tenemos tres niños de corta edad y trabajaba como maestro rural. Además me ocupaba de las tierras de labranza que habíamos  heredado de nuestros padres y suegros.

Mi  hermana -dos años mayor que yo- casada con un ingeniero aeronáutico gallego, tienen otros tres hijos un poco mayores que los míos.

Por último, el hermano de mi  esposa, un empresario residente en Mallorca, con dos preciosas niñas,  formaban la tercera de las familias.

Todos procurábamos reservarnos  unos días de nuestras vacaciones veraniegas para ir al pueblo, a casa de los abuelos, y pasar juntos maravillosas tardes de meriendas campestres o veladas nocturnas llenas de jolgorio.

  Poco después de saber lo que iba a suceder,  la tristeza embargó a toda mi  familia. Fueron unos meses difíciles, donde la recuperación imposible se hacía cada vez más cuesta arriba.

El otoño llegó, las primeras hojas de los árboles que antes estaban a mi  vista caían, dejando en la calle una alfombra de desesperanza y miedo. Desesperanza y miedo por no saber, desesperanza y miedo por no poder.

La casa era enorme, típica de campesinos; tenía tres plantas: en la primera el portalón o porche grande, con dos puertas: una por la que se pasaba a la cocina que también hacía de comedor. Al fondo, Una chimenea grandota enseñaba su boca por donde al encender la estufa salían grandes bocanadas de humo provenientes de la leña quemada.  Más atrás, una mesa redonda plegable, que se rodeaba de seis sillas de enea. En la primavera se retiraba la estufa de la chimenea y se podía encender una lumbre baja donde los abuelos ponían pucheros de barro para cocer sus guisos.

La otra puerta al extremo izquierdo del portalón daba paso a las cuadras, donde convivían gallinas, gallos, pavos  y conejos criados por la familia.

En la planta segunda,  dormitorios y baño se asomaban al pasillo del que unas grandes escaleras conducían a las cámaras o desvanes, donde se almacenaban cereales, patatas, legumbres, hortalizas,  y esas maravillosas uvas que se recogían en el otoño para ir consumiendo a lo largo del año. Pero como los desvanes eran enormes, los niños tenían espacio también para guardar en ellos todo tipo de juguetes,  y cuando nos reuníamos las tres familias, se pasaban horas enteras jugando allí  sin molestar a los mayores.
  
A los niños les volvía locos la Navidad; en cuanto veían en la televisión los anuncios de juguetes y turrones  se ponían a cantar villancicos y no había forma de hacerles callar. Contagiaban a los mayores que también empezábamos a planear qué cenar en Nochebuena, qué comer en Navidad, qué regalar en Reyes....

Las primeras nieves cubrieron los tejados, antes enfrente de mí, y ahora ¿dónde están esos tejados? Una nube lo cubría todo. La nube se oscureció hasta que la nada fue lo único que podía contemplar a través de esa ventana.

Y mirando hacia atrás, tampoco había respuesta cuando le pedía un reflejo al viejo espejo del armario desvencijado de la abuela.

Los olores entraban desde esa ventana que ya solo era un hueco, negro y triste.

Cada familia llevaba al pueblo algo de su lugar de residencia para aportar en las comidas o cenas, y era un deleite estar tan unidos en esas fiestas entrañables donde parece que el recuerdo de los seres queridos y ausentes se hace más patente.

Ya en los comienzos de Diciembre nos solíamos  intercambiar décimos de lotería “por si tocara allí” –decíamos-, y el día 22, todos nos deseábamos suerte o nos  enfrentábamos a esa realidad en la que “la salud es lo importante”.

Ese día también, en cuanto el maestro les daba las vacaciones por unas semanas, los niños corrían como locos para cortar un pinito pequeño, casi siempre de nuestro propio monte, y lo traían a casa llenos de ilusión para poner el árbol de Navidad que adornaría el portalón. Sacaban cintas de mil colores, bolas, muñequitos, campanitas…,  Que iban colgando cuidadosamente de las ramas del pino.

Dentro de la cocina, montaban un Belén que ponían sobre una pequeña mesa de madera al lado de la mesa grande. Iban y venían de la cocina al desván y de éste otra vez a la cocina, trayendo toda clase de figuras que habían guardado el año anterior en sus cajas. Era un tumulto de risas, golpes, y a veces hasta alguna riña entre ellos suscitada por querer ser el primero en colocar figuras en el Belén.

  Los pequeños soñaban con el día de Nochebuena en que se encontraban todos los primos y salían por el pueblo a pedir el aguinaldo por las casas de vecinos o familiares. Unas veces les daban dinero con el que luego se compraban chucherías; otras veces les liaban en papel de periódico algunos dulces que compartían entre todos. Eso sí: provistos de almireces, campanitas , panderetas  y zambombas artesanales hechas con la piel de los corderos,  armaban un ruido ensordecedor que ponía en guardia a toda la fauna canina, mezclándose sus ladridos con los villancicos cantados y tocados por los niños. Con lluvia, nieve, o con el cielo completamente estrellado, ellos recorrían el pueblo al anochecer, regresando a casa a la hora de cenar cuando ya los mayores estábamos  sentados a la mesa. Nunca faltaban el marisco gallego, el vino de Alvariño,  para acompañarlos; el cordero asado con su respectivo Tinto Ribeiro que traían los tíos gallegos; el lacón, los turrones de Jijona y dulces almendrados que llevaban los mallorquines, y que los mayores acompañábamos  con copitas de resoli típica bebida de Cuenca.

En la sobremesa, los niños trataban de adivinar qué les traería Papá Noel al día siguiente, pero casi nunca acertaban con los regalos. A las doce de la noche, todos acudíamos  a la Misa del Gallo, y era ahí donde los pequeños, imaginándose al Niño Dios recién nacido entre el buey y la mula del pesebre, le imploraban con todo su fervor que Papá Noel fuera generoso con ellos.

El día de Navidad nos despertaban casi al alba para que les dejáramos ver los paquetes.
Y entró por fin el niño, con el temor de siempre, con la lástima de siempre, pero llevando en su manita una estrella de papel marquilla con un cartel que decía algo así como:
 "a pesar de que la oscuridad ha entrado en tu cuerpo, en tu alma tiene que seguir adelante, tiene que conservar aquella alegría que nos hizo adorar y estimar estos olores, estos ruidos, estas fechas".

La emoción me embargó porque  sin haber elegido mi  condición de invidente me  encontraba tan lejos de darme cuenta, de jolgorear como hiciese algunas hojas de calendario pasadas.

Si la nieve visitaba el pueblo, los chiquillos se dedicaban a hacer muñecos y a tirarse bolas que casi siempre les reportaban algún catarro. Mientras ellos disfrutaban de este blanco manto que caía del cielo sobre sus caras y cuerpos, los mayores nos sentábamos alrededor de la estufa de leña que  llenábamos  constantemente y que despedía un olor profundo a resina quemada. Por la ventana se veía, allá a lo lejos, la cumbre nevada, blanca. En la torre de la iglesia, la nieve dibujaba ensueños, dignos de ser pintados con el mejor pincel…

  La noche de fin de año, siempre había alguien que se atragantaba con las uvas, sobretodo los mayores que no podíamos seguir el ritmo del reloj de la Puerta del Sol, lo cual era motivo de risas y burlas de los más pequeños. Abrazos, besos y buenos deseos se intercambiaban entre todos, y no faltaba alguno de los tíos que se pusiera un poquito más alegre de lo habitual por haber ingerido alguna copa demás.
 
Pero, de todas estas fiestas, de todos estos paisajes, de todos estos momentos el más esperado era sin duda el día de Reyes. Ya la víspera, los niños revolvían toda la casa sacando zapatos y botas a las ventanas, dejando papelitos con dulces para cuando fueran los Magos por allí... Una noche de ensueño y excitación pensando qué se encontrarían a la mañana siguiente en sus zapatos. El oído siempre en tensión tratando de captar los ruidos de los caballos o del papel de regalo cuando cayera en la ventana, y al final,  cansados de la espera inútil, se dormían, para despertar al día siguiente también casi al apuntar el alba. El primer niño que se despertaba, sacaba de la cama al resto gritando lo que había en sus paquetes, esto hacía las delicias de los mayores, que veíamos  en las caras de nuestros  pequeños la más absoluta inocencia.

Para mí,  también había un paquete grande y pesado.

Al abrirlo y tocar con mis  torpes manos el contenido, las lágrimas se empeñaron en querer salir de unos ojos tan dulces antes, tan tristes ahora.
Era el mejor regalo que me podrían hacer, pues sabía que debajo de esas hojas duras, esos puntos imposibles había todo un mensaje de esperanza y sobre todo de amor.
Mi Navidad fue encontrar cómo y de qué manera volver a enfrascarme en esos miles de imágenes de mundos imposibles, pasados y futuros que pasé con los libros.

La Navidad puso en mis manos una nueva aventura que tendría que afrontar.
Abrí la ventana, y como movido por un resorte, abracé a los míos, pidiéndoles, rogándoles,  perdón. Y más aún, les hice una promesa: por vosotros, por la Navidad, empezaré a perderme por estas calles llenas de puntos que me llevarán a nuevas ciudades y nuevas aventuras.

Por la Navidad, por vosotros, la alegría volverá a mis ojos.

Todos sabían que lo que decía esa voz recia y rota, esa emoción sin lágrimas aparentes era mi nueva Navidad.

  Las imágenes que retenía en la memoria se hacen más débiles y apenas me llega el sonido de la calle. Mis manos vuelven a recorrer el libro con sus páginas sembradas de pequeños puntos que han sido mi vida desde entonces.

 En el suelo, abierto en una página cualquiera, con los puntos braille gastados por la caricia repetida mil veces de los dedos arrugados, el Diario del Viejo Maestro, quedó en silencio arrullando el dulce sueño de su amigo.

 

Fin


 Fdo._ María Jesús Cañamares

No hay comentarios:

Publicar un comentario