martes, 9 de abril de 2013

REPORTAJE: VIDAS AL LÍMITE (5)


Tras el desayuno, Daniel salió a la terraza a fumar un cigarrillo. Comenzaba un amanecer que él no veía, al tiempo que desde el fondo de la calle llegaba un ajetreo de automóviles que él no escuchaba. Mientras Helen y Natalia recogían la mesa, yo observaba al sordociego desde el salón, fascinado por su hermetismo, intentando ponerme en sus zapatos. Pensé en su cuerpo como en un ascensor sin puertas y tuve una ligera reacción claustrofóbica. Él, ajeno a mi presencia, como una isla en medio del mundo, se llevaba el cigarrillo pausadamente a la boca, se tragaba el humo y lo expulsaba con la elegancia con la que en general realiza todos sus actos.

Aunque en negociados distintos, Daniel y su mujer trabajan en el mismo centro de la ONCE, al que acuden juntos en el coche cada mañana, después de que Helen haya dejado a la niña en el colegio, que está muy cerca de la casa. Por la tarde, él regresa solo en el autobús, pues no quiere perder la autonomía y la libertad conquistadas a lo largo de los últimos años. Aquel día acompañamos todos a Natalia al colegio y luego cogimos el coche. Helen conducía con la mano izquierda, mientras que con la derecha traducía sobre la mano de Daniel, que iba a su lado, mis comentarios y le ponía al corriente de las incidencias del tráfico. Le pregunté por sus recuerdos auditivos y me respondió que, aunque eran muy vagos, a veces fantaseaba con la idea de recuperar el oído e imaginaba con emoción la posibilidad de escuchar música.

"Mi padre -dice- tenía muy buena voz y cantaba en el coro de la iglesia. Yo estaba siempre allí, y es lo único que recuerdo.

En cuanto a su memoria visual, la recupera sobre todo en los sueños. Cuando sueña, ve a las personas con el rostro que tenían antes de que él perdiera la vista, hace ya más de veinte años. A su mujer y a su hija no las ha visto nunca, de modo que cuando sueña con ellas, no consigue distinguir su rostro.

Ve caras borrosas.

"Cuando veía -añade-, era un buen fisonomista y me bastaba ver a la gente una vez para reconocerla. Hacerse idea de cómo es una persona con sólo darle la mano no es fácil. No obstante, yo puedo percibir a través de la mano algunas emociones. También soy capaz de calcular la estatura y la complexión de quien me saluda.

Esa mañana visité, en compañía de Daniel y de Yolanda de los Santos, su guía intérprete, una unidad de escolarización de niños sordociegos (algunos de ellos, congénitos) dependiente de la Unidad Técnica de Sordoceguera de la ONCE, de la que es responsable el protagonista de estas líneas. Había seis o siete niños atendidos casi por el mismo número de profesoras, pues la atención debe ser prácticamente individualizada. Cuando les comunicaron nuestra presencia, se levantaron para tocarnos. Resultaba evidente la naturalidad con la que se dejaba tocar Daniel y la barrera involuntaria con la que se encontraban al acercarse a mí, cuya rigidez sin duda percibían. Evoqué con sentimiento de culpa un texto del propio Daniel según el cual el uso constante del tacto para obtener información del entorno es fundamental, pues desarrolla en estas personas hábitos nerviosos, cerebrales y musculares que mejoran la capacidad de acceso a la realidad, llena de espacios vacíos, de agujeros, provocados por la falta del oído y de la vista.

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