sábado, 27 de mayo de 2017

MONÓLOGO EN LA BIBLIOTECA

Un día más me sumerjo entre las estanterías de la biblioteca pública Fermín Caballero de Cuenca para homenajear a los miles de volúmenes que alberga en distintos formatos para satisfacer los gustos y necesidades de sus fieles lectores.  Como forma de homenaje escojo un monólogo que mantengo conmigo misma aunque si alguien me escucha hablar sola, no sentiré ningún pudor. Porque hablar de un
libro es hablar de un amigo, y hablar de un amigo es un orgullo, más aún cuando nos acompaña y comparte  los buenos y malos momentos de nuestra vida.
       Dicen que el perro es el mejor amigo del hombre; para mí, el mejor amigo es un libro. El discapacitado vive a veces con la apatía y el aburrimiento. Tiene que llenar sus muchas horas de asueto de alguna forma. Pero, en cualquier caso, siempre hay un libro que leer. El libro es nuestro mejor maestro de la vida… Es innegable

Que leyendo siempre salimos más enriquecidos, puesto que nos documentamos. Sobre geografía, si leemos libros de viajes, sobre historia, si versan sobre esta materia, o simplemente sobre la condición humana si escogemos obras
testimoniales o de cualquiera de las relaciones humanas. Leyendo siempre se
aprende algo y nos cultivamos un poco más.

Debo aclarar que debido a mi condición de sordo-ciega, el acceso a la cultura y la información me lo permite siempre un libro en sistema Braille. Los puntos que rodean los dedos de mis manos se convierten en hermosas palabras, éstas en fantásticos paisajes, en buenas y malas gentes que pasan por las páginas del libro como si de un tren se tratase. Mis libros son amor,  odio y cansancio, malestar y bondad, pero sobretodo es una aventura, una especie de Everets que tengo que escalar poco a poco.  Y con el cansancio de haber terminado la lectura de un libro, sin casi darme tiempo a descansar, pongo  las manos sobre otro manojo de puntos, que en palabras vuelven a meterse por los poros de mis dedos, que llegan hasta esa zona de nuestro ser donde las lágrimas, la alegría, las sonrisas se construyen y elaboran. Donde las risas salen a flor de piel.

    Un libro, es un ser vivo, su exterior, las tapas, tienen la suavidad de la piel de una mujer, su interior, Contiene el pensamiento del autor, y lo escrito en él, es el alma, ya que nunca muere, vive en el tiempo infinito.

Durante mucho tiempo hubo dudas sobre la capacidad de lectura de los no videntes y más aún, de los sordo ciegos. Incluso  una revista (Matilda Ziegler Magazine for the Blind) anunciaba en 1907 la publicación de su primer número, perfecto ejemplo de aquella desconfianza Decían textualmente:

“Prescindiremos de muchos poemas y cuentos en los que se alude al sentido de la vista. Tampoco publicaremos alusiones a los claros de luna, los arco-iris, la luz de las estrellas, las nubes o los bellos paisajes, porque solo sirven para acentuar la percepción que tiene el ciego de su aflicción”.

               ¿Aflicción?                ¿Por qué?

Me revelo contra esta idea; me río de quienes piensan que la sordoceguera impide el acceso al universo mental de los que ven y oyen. El silencio y la oscuridad que, según dicen, me encierran, abren mi puerta, de una manera mucho más hospitalaria, a una infinidad de sensaciones que me distraen, me informan y me divierten. Mis tres sentidos restantes y fieles, (tacto,  olfato y  gusto, me guían fielmente en mis excursiones a esa región limítrofe de la experiencia que se encuentra a las puertas de la ciudad de la Luz. Todos tenemos ojos cuando abrimos un libro. Dejamos de lado nuestros problemas, el mundo oscuro donde vivimos, y nos metemos de lleno  en el papel de un personaje. Me pongo en su lugar, veo con sus ojos, escucho con sus oídos, vivo
sus penas o alegrías. Las casas, la gente, las montañas, el mar, las estrellas, las nubes, el arco-iris, todo se presenta ante nuestros ojos, lo imaginamos de una manera parecida al resto de la gente. Por eso es tan importante para nosotros tener los libros a mano.

    La información va del braille a la punta de los dedos, y de ahí a nuestra mente. Un libro, de cualquier índole, es, para mí, una fuente inagotable de conocimientos, a la que estamos invitados todos a beber de ella.
  
     Un libro es cada uno de los infinitos y distintos frutos que proporciona el árbol del bien y del mal que se alza, espléndido, en el mismísimo centro
del paraíso terrenal del conocimiento, plantado, regado, abonado y mantenido por el único y verdadero Dios del saber que adopta nombres y más nombres que vamos archivando en nuestra memoria.
  
    He entrado, sin miedo, en este edén y he sucumbido siempre a la tentación de la maravillosa serpiente de la sabiduría a fin de probar el máximo número posible de los frutos de ese árbol para no hablar por boca ni gusto de otro.

   Por absurdo que parezca, a veces, como lectora enamorada del libro mantengo interminables diálogos con ellos, y hasta los imagino riñéndome porque no los entiendo, riéndose de mí porque lloro con sus historias tristes; o incluso diciéndome con cierta sorna en sus letras:

    -Algunos nos tenéis miedo... Otros, aversión.... muchos, indiferencia... otros gastáis dinero en nosotros, nos vendéis o compráis para llenar armarios enteros y presumir de cultura y luego  nunca entráis en nuestros entresijos.

      Pero, ay de aquellos que, de repente, superando casi el pico más alto del mundo, la fosa más profunda del Pacífico, se arriesga a tocarnos, abrazarnos,
abrirnos, destrozarnos, y finalmente... como una aventura que nunca imaginó, leernos”.
Y no tengo más remedio que darles la razón.

Sí, yo fui una de las afortunadas que, sacando fuerzas de flaqueza, probablemente en alguna tarde de verano, casi sin planteármelo, con más calor que sueño, en alguna de aquellas siestas que la abuela nos recomendaba echar, cogí de las estanterías  un hermoso volumen rojo, donde pondría algo así como "Las aventuras de..." de algunos que luego fueron casi mis compañeros de juego, batalla, amores y guerras: Miguel Strogoff, Robinson Crusoe, o el mismo Silver de la Isla del  tesoro. O, acaso fuese Peeter Pan... Quizá los poemas de Antonio machado… No puedo recordar quién fue el primero, pero sí he volado con los libros hasta lo más alto del mundo, he navegado en tantas procelosas aguas, que casi se me juntan mi realidad con sus letras.

Los libros son esas hermosas Cajas de Pandora que, bajo sus gruesas pastas, sus hojas de presentación y título, nos conducen  por lo que queremos ser, por lo que no sabemos ser, por aquellos mundos imaginados e inimaginables que algún día, cuando de este mundo salgamos, querremos  recuperar.
            
     Algo que sí tengo para mí, es que la eternidad estará llena de vosotros, queridos y hermosos libros. la eternidad existe porque existen los libros que no podemos leer en vida.  Somos eternos, porque no podemos perdernos tanta belleza oculta en los volúmenes.

        Tengo claro que cuando parta de este mundo seguiré leyendo porque el cielo es como la Gran Biblioteca de Alejandría, donde un mosaico de laberintos, formado por cientos y cientos de publicaciones, desde el poema de Gilgamesh, papiros egipcios, libros griegos, hasta nuestra literatura más cercana, todo está allí, y es para disfrutarlo durante toda la eternidad.

Seguiría filosofando sobre vosotros, hermosos
volúmenes que ilustráis esta acogedora biblioteca; pero las normas hay que respetarlas y la bibliotecaria nos ordena salir, pues ha llegado la hora de cerrar.

-Tranquila, -le digo hablando en voz alta por primera vez desde que entré aquí-, ya me voy, pero déjame despedirme de todos estos tomos que tantas horas de mi soledad han llenado, y que he acariciado con mis manos.


Dame tiempo para prometerles que mañana y pasado y todos los días de mi vida volveré a visitarlos, acariciarlos, y en mis despedidas les mostraré mi gratitud infinita por haberme dado su saber, les diré  una y otra vez cuánto significan para mí, y finalmente les diré cómo los quiero.

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